Derechos Reservados by G. Fogel

lunes, 14 de octubre de 2013


AL FINAL DE LA NOCHE


A mil novecientos cincuenta y dos palabras del final, en total oscuridad y cobijado en su modesta cama de soltero, Flabián Augusto Ricci estira los brazos hasta alcanzar, con la punta de los dedos, la perilla que enciende la luz del velador. En ese instante, las paredes de la habitación se pueblan de amarillos cisnes desvaídos, exóticas flores de brasil, una bacinilla de loza blanca, finamente adornada con hojas de laurel y a un metro y medio por encima de su cabeza, la atormentada figura de un dios de pelo largo y desgreñado, en franca lucha por no caerse de una precaria cruz de madera.


Ajeno a todo esto, Flabián no ve ni al estoico dios de madera ni a los cisnes que nadan sin hacer ruido por el reseco decorado de papel. Y no los ve porque Flabián es ciego. La costumbre de encender la luz es un antiguo reflejo de otros tiempos, quizás buscando el calor del fuego, o en este caso de la lámpara. Ahora ni siquiera cree Flabián que el velador tenga una bombilla que se encienda, o algo así. En realidad, quizás tampoco estén ya los cisnes, que podrían haber partido en búsqueda de tierras más cálidas que las de esta habitación, y aún el mismísimo dios de madera, cubierto de telarañas y de espinas, quizás descanse oculto en algún cajón, hermano ahora de un cepillo para lustrar los zapatos. Puras palabras, nada más. Ninguna certeza salvo la noche eterna por delante y la promesa de un mundo distinto, quizás: por la mañana.

Frente a la casa de Flabián, vive un niño de once años, al que conocemos por su segundo nombre: Ezequiel. Y Ezequiel no puede dormir. Esta despierto y observa por la ventana, la luz encendida en la habitación del fondo; donde vive un ciego, según el sabe. Y se pregunta: ¿Para qué habría de encender la luz un ciego?

En su habitación, Flabián se levanta y se viste por completo. Recoge del baño su cepillo de dientes y su peine y los guarda en un bolso de mano, junto con sus documentos y un par de medias de recambio. Luego dobla una manta a cuadros, él sabe que la dejó sobre una silla plegable; toma la silla, la manta, un atado de cigarrillos junto con la caja de fósforos, y sale al patio.

El niño y el ciego comparten el mismo patio de la casa. Un cuadrado de cielo; un limonero de cuatro estaciones. Las mismas estrellas por las noches; los mismos domingos. Cuando Ezequiel ve salir al ciego -novedoso hubiera sido lo contrario-, con una sillita plegable como para ir a la playa, desplegarla sobre el pasto, y sentarse luego, con las piernas cubiertas por una manta a cuadros, quiso salir a ver.

La noche no tiene luna. Ezequiel espía. El ciego está sentado en el patio, a oscuras, cuando un fogonazo le ilumina la cara. Ezequiel se esconde ¿Para que? Flabián fuma indiferente.
En la noche, la pequeña braza vuela como si fuera una luciérnaga.

Sentado en su silla, Flabián escucha. La noche le habla con el áspero canto de los grillos. Fumar afuera, para él, es compartir el tiempo con la negra; la oscuridad. Su compañera de toda la vida. Un último pucho, hasta que llegue el calor del sol; la respiración de la calle; el barullo de los pájaros. Las mil trescientas ochenta y seis palabras que restan, hasta el final del mundo.

Desde su habitación, el niño lo observa. En su cabeza, Flabián siempre le pareció un personaje extraño, curioso; y la curiosidad lo empuja a salir y hablar con él, pero Ezequiel es un niño tímido: le cuesta comunicarse. Además, siempre está la posibilidad de qué regresen sus padres, y Ezequiel no quiere estar fuera de la casa, cuando sus padres vuelvan.

En la casa, Ezequiel vive con su abuela. Hace tres años que cambió de escuela, de ciudad y de amigos. De ropas, de libros y de juguetes. Un 27 de abril, el día de su cumpleaños, cambió de vida. Sus padres salieron por una bicicleta nueva, pero nunca regresaron. Con su abuela los esperaron toda la noche. Tres noches. Su abuela llamó a la policía, a los hospitales y a la radio. Ezequiel miraba por la ventana, todo el día. Al cuarto día, se lo llevó a vivir con ella. Antes de irse, Ezequiel les dejó una nota a sus padres, debajo de una piedra. "Estoy en casa de la abuela, les pone, No importa la bicicleta. Vengan".

En el patio, comienza a levantarse el rocío. Flabián apaga el cigarrillo y piensa que hizo bien en traer la manta. Aún quedan más de mil ciento setenta palabras por delante. Desde el alero de la casa, un gato negro salta y se sube sobre las rodillas de Flabián. El ciego no se asusta, y hasta es probable que lo estuviera esperando. El gato Se llama Salinger, y no le gustan los cigarrillos encendidos.

Mientras Flabián recorre con la palma abierta el lomo del gato, Ezequiel los mira con asombro. Nunca pudo atrapar a ese gato. Lo ha intentado muchas veces. Lo ha corrido por todo el patio. Se ha cansado de llamarlo, de ofrecerle galletas y ahora está allí, maldito y escurridizo gato, ronroneando como si fuera...no sé qué. Un minuto después, el niño está en el patio, con su pijama celeste y un pulóver. Cuando el gato lo ve llegar, arquea el lomo.
_Tranquilo “Salinger”, dice en voz alta Flabián. Sus ojos muertos miran las estrellas. Es nuestro vecino…
_ ¡Hola!
_ Hola. Pensé que dormías.
_ Estaba despierto. Miraba la noche por la ventana.
_ ¿Y cómo está?
_ Llena de estrellas, dijo Ezequiel ¿El gato es suyo?
_ ¿Salinger? No. Pero le gusta estar conmigo…
_ Es un lindo gato. Yo nunca lo pude atrapar.
_ ¿Y para qué atraparlo?
_ Para acariciarlo, supongo…
_ ¿De qué color es?
_ ¿El qué?
_ El gato: ¿de qué color es?
_ Negro, con las patas blancas.
_ ¡Qué bien! -exclamo el ciego-, Eres el gato perfecto, Salinger...
El gato cierra los ojos y aplasta las orejas. Acompaña con el lomo la mano que lo acaricia, hasta que escucha un ruido, algo se mueve entre las sombras y lo saca de su hechizo. De un salto, cae sobre la hierba húmeda y desaparece, más rápido que un mago.
_Se fue, dice Ezequiel.
_Ya volverá.

Flabián toma una ramita del pasto a sus pies. Le quedaban no más de ochocientas sesenta y tres palabras. Un soplo de brisa cálida renueva el aire. La mañana está cerca.

_ ¿Y vos, no deberías estar durmiendo? Ezequiel mira el cielo, cada vez más claro, y calcula que su abuela no tardará en levantarse. Es una mujer gorda y le cuesta respirar. Se levanta temprano. Él se queda acostado, durmiendo hasta el mediodía. Ella lo despertará para almorzar. Se sentará a la mesa, ya vestido para ir a la escuela. Comerá sin decir nada. La bocina del micro escolar lo llamará dos veces. “Ya está el micro”, dirá su abuela. Él se sentará del lado de la ventanilla, sin mirar para afuera. Su abuela se quedará de pie, una sombra de color marrón en la vereda, hasta que el micro doble en la otra esquina, cruzando la plaza. Luego su abuela acomodará el único plato en la alacena, repasará la mesa, se acostará en un sofá, marrón también, con la televisión encendida y una bolsa de lanas y de agujas, y nunca sabrá que lloró mientras dormía.

_ No importa, contesta Ezequiel. Mañana no hay clases ¿Usted se va a quedar acá sentado?
_ Si, un rato más, hasta que amanezca, o se terminen las palabras, le contesta Flabián. Lo que ocurra primero. No lejos de allí, cuatro o cinco palabras ruedan divertidas sobre el techo de tejas. Bajan por la canaleta del desagüe y caen en un charco, para surgir de allí convertidas en ratones. Detrás del limonero, Salinger los espera.

El niño no comprende lo que quiso decir el ciego, con eso de las palabras que se terminan, pero tampoco se anima a preguntarle. Se contenta con estar un rato más en el patio, viendo como desaparecen del cielo las últimas estrellas. Su padre tenía la misma costumbre: salir al patio por las noches y hablarle de las estrellas, sentados sobre un banco de cemento los dos. Su madre en la cocina, preparando la cena…

_ ¿Estarán mirando las estrellas?
_ ¿Quiénes?, pregunta Flabián.
_ Nadie. Pensaba no más...
_ ¿Te gustan las estrellas? Pregunta el ciego.
_ No mucho.
_ ¿Podrías contarme como son?
_ Ezequiel lo mira desconfiado ¿Nunca viste las estrellas?
_No, le contesta el ciego. Soy ciego de nacimiento. El niño asiente. Ahora son casi las seis de la mañana y quedan exactamente cuatrocientas setenta y nueve palabras. Ezequiel levanta la cabeza; no quedan muchas estrellas en el cielo. Un satélite cruza lentamente el espacio azul. Un grillo frota sus alas. Una hermosa tela de araña, suspendida entre las ramas del limonero, parece que atrapara gotas frescas de rocío... pero en realidad, atrapa moscas.

Un mediodía, hace mucho, mientras Ezequiel tomaba su almuerzo de desayuno, la abuela le dijo que sus padres nunca volverían. No sé por qué lo dijo. Nadie se lo había preguntado. Quizás la mujer tendría la necesidad de decírselo a alguien, de escucharlo decir en voz alta. Quizás esperaba que alguien se lo negara, que le dijeran que estaba equivocada, que no era así... Vaya uno a saber. Ezequiel no supo que decir, se acabó la sopa de fideos y se quedó sentado. La abuela permanecía de pie, a un costado de la puerta. El micro escolar llegó y tocó bocina, dos veces. Ezequiel miró por la ventana las caras dormidas de los chicos; el asfalto mojado y negro; el reflejo naranja en la vereda; los restos de lluvia en el cielo… y se descolgó la mochila. Hoy no tengo ganas de ir al colegio, abuela, dijo Ezequiel. Mejor me quedo.

Esa tarde, la abuela no se acostó a dormir con el televisor encendido. Cocinó una tarta de ricota y jugaron a las cartas. Hicieron castillos con los naipes, mientras revolvían una caja de zapatos llena de fotos y papeles. La abuela lloraba de a ratos y se sonaba la nariz con un pañuelo. También se sonreía a veces… pero menos.

En el patio trasero de la casa quedan doscientas once palabras. Ezequiel no sabe explicarle al ciego, cómo son las estrellas.
-Te entiendo, dice el ciego. A mí también me pasa a veces. Es difícil explicar a los demás, cómo vemos el mundo...
- Me tengo que ir a dormir, dice el niño. Ya casi es de día. El sol se escurre por entre las hojas limonadas y logra alcanzar, con la punta de los dedos, el rostro frío y pálido del ciego.
-¡Chau!, dice Flabián. Que descanses.

El niño se ha ido. El ciego permanece en el patio, disfrutando del aire en la piel y de las últimas ciento diez palabras que le quedan. Una hora después, una ambulancia se estaciona frente a la casa. Dos enfermeros vestidos de azul petróleo lo acompañan en una silla de ruedas. En silencio, con cuidado de no despertar a nadie, ayudan al ciego a subirse a la ambulancia. Le alcanzan su bolso de mano y cierran la puerta. Se marchan sin encender la sirena.

Olvidadas en el patio, bajo la sombra del viejo limonero, quedan la silla plegable, la manta de Flabián, el atado de cigarrillos y dos o tres palabras sueltas, aún sin usar.

Recostado contra el vidrio de la cocina, Salinger duerme, ajeno por completo al fin del mundo que se acerca.

G.F

lunes, 22 de julio de 2013





I. º PREMIO INTERNACIONAL de CUENTO y POESÍA de EDICIONES ALMA DE DIAMANTE 2013

abierto hasta el 30 de septiembre


Premio $1.000 efect +diploma del jurado + edicion y publicación
Jurado Final en Cuento: Sebastian ChilanoSebastian Rogelio Ocampo y Horacio Convertini.
Jurado Final en Poesía: Gustavo Tisoco, Cinthya Rascovzky y Marcela Predieri

BASES: edicionesalmadediamante.com

viernes, 29 de mayo de 2009

Eucaristia



Eucaristía




"Comed y bebed todos de él", dijo, y puso su cuerpo sobre la mesa: Lo que está pasando es simplemente increíble. Me tiemblan las manos. Sencillamente, no lo puedo creer. Los muros reprimen el impulso de arrojarse sobre mis espaldas y el lamento de una ocarina se expande en mi cabeza como el viento del desierto. El diablo es astuto y disfruta de momentos como éste, se despereza felino en mi estómago y trepa por mi garganta hasta quedar atorado allí, casi un grito, una espina. Para dominar el miedo, inhalo profundamente hasta llenar por completo los pulmones y luego cierro los ojos y contengo la respiración, (uno, dos, cinco, trece, veinte, …luego exhalo. Me siento enfermo, empapado en un sudor frío que precede al desmayo, a las náuseas.
-Tengo que irme-, me disculpo. Mi voz suena extraña entre las risas y el chocar de jarros. Una mano ancha y callosa me toma de un hombro, < ¿Adonde vas tan temprano? No te vayas, quédate a compartir la cena con nosotros> Simón me agrada, definitivamente es el mejor de nosotros. El más honesto, el más leal, siempre preocupado por mantenernos unidos, con su sonrisa franca y la mirada noble, Simón bebe a borbotones un vino oscuro y áspero que derrama sin cuidado sobre su tórax de pescador. , miento, . Una joven de tez muy blanca y cabellos negros hasta la cintura, de las que nos siguen para todas partes y nunca saldrán en pintura alguna, se cuelga de mí cuello, adormilada por el humo y el vino, hasta casi ahorcarme con su abrazo, ofreciéndose ella misma en pago por pecados que esta noche no estoy dispuesto a cometer.

No es noche de placeres para mí, sino de obligaciones.

Todos ríen, despreocupados y felices. Yo me apresuro inquieto, y siento como me engañan mis sentidos. Escucho ruido de metales y rebuznar de asnos a mí alrededor, pero sólo veo a Lucas, hablando con palabras que no alcanzo a entender, ilusiones sobre un mundo donde todos seamos iguales. Retrocedo y busco la salida. La luna de marzo se empecina en entrar por el único ventanuco abierto donde la luz se desliza como una serpiente ciega y herida de muerte. Cuesta respirar con tanto incienso y mirra, me siento aturdido, asqueado, intento no pisar a nadie cuando salgo, pero tropiezo con Esteban, que duerme le embriaguez de los justos, y acabo de cara al suelo, cómplice de mi propia vergüenza, besando sin quererlo hacer, el cuero de una sandalia que roza mí orgullo con un gesto de indolencia. Levanto la vista desde el piso y me encuentro con sus ojos, impenetrables ojos, dos piedras de obsidiana que reflejan los míos, como de agua, flotando en una nube irreverente de incienso y patchouli. Él sonríe divertido, seguro de si mismo, , recostado en el regazo de María, impecable y luminoso como un rey, alimentando a un perro de la calle con restos de cordero.

Lo amo tanto.

Lo amo tanto como le temo. Camino junto a él desde hace un año, cuando se acercó a mí, sediento y cansado, seguido por un par de pescadores y mendigos, y no dijo una palabra. Delgado como una vara, solo se sentó a mí lado, bajo la sombra del mismo parral donde yo estaba, y se quedó un largo rato callado, observando las hormigas arrastrar su pesada carga de troncos y hojas, como cavilando en futuras promesas que debería cumplir. Cuando se levantó, en silencio aún, apenas si murmuró, , y me fui con él, sin más. Aun lo sigo sin saber si le he sido útil de algún modo, y sin poder decir con exactitud cuál de los dos está más loco, si él con su confianza ciega o yo, que no la tengo ni espero tenerla nunca. Al otro extremo de la mesa, Juan me observa con una mirada que destila desconfianza, levanta la copa hasta su frente y me saluda, , y sé muy bien que es así. En la puerta, un grupo de mendigos se aprietan contra la puerta y estorban la salida. digo, sin dirigirme a nadie en particular, y tomo mi morral para salir de allí, abandonar ese lugar tan rápido como pueda.

Afuera me esperan.

Es tarde ya, y la noche se apresura en tomar decisiones que la mañana aguarda de manera impaciente. Me oculto entre las casa, huyendo hacia lo profundo de mi mismo. Perdiéndome en una maraña de dudas y certezas. Ellos no confían en mí, y los comprendo, nadie lo hace, mis amigos no lo hacen y mis enemigos tampoco, puedo verlo en sus ojos cuando me hablan, en sus rostros adustos, sinceros, en sus manos cerradas, tensas, hombres con cicatrices en la piel que llevan con orgullo la amistad, que defienden el honor, la moral, que se protegen ahora en las sombras de la noche, para evitar la claridad que obligue al brillo del metal, con las armas listas y la respiración alterada, con los escudos en alto, las rodillas flexionadas, la mirada atenta, soldados que esperan una señal para atacar, y que murmuran por lo bajo la suerte del poeta, la estupidez del hombre, la vanidad del santo.

Terminada la cena, los ánimos se dispersan. Un grupo pequeño de amigos deja la casa: no son más de diez, incluidas un par de mujeres que no alcanzo a reconocer y que a nadie importan. Me aseguro de ver que él se encuentre entre ellos. Los sigo de lejos, los observo con curiosidad, si no los conociera, diría que son un grupo de amigos regresando de una juerga, apoyándose los unos en los otros, lamiéndose las heridas, vencidos ya, sin haber presentado batalla, yendo hasta un huerto cercano a dormir, donde hasta hace poco tiempo solíamos reunirnos para acampar y pasar las noches, entre cansados y felices, soñando con los milagros que veríamos al nuevo día.
Hace frío y con muy poca fe, entre toses y humo de ramas de olivo demasiado tempranas para arder, Andrés intenta encender un fuego pobre y desganado, que apenas muerde con sus llamas la oscuridad de la noche. Los veo dormir y me estremezco, si el Sol tuviera conciencia de los planes divinos, quizás esta noche duraría para siempre…

La niebla se espesa y apuro el paso. Es tiempo de cambiar la historia. Una orden silbada por el oficial al mando y los guardias patean a la chusma buscando una respuesta. < ¿Dónde está?>, < ¿Quién es el que se llama a si mismo, Rey de los Judíos? Nadie responde. Nadie habla. Nadie intenta defenderse. No saben luchar. No comprenden que sucede, no hay espadas llameantes ni voces en el cielo. Tienen miedo, y con justa razón. Son corderos en un mundo de lobos, y es difícil creer que puedan sobrevivir una noche más. Me adelanto unos pasos, ahora sin dudas, ya acercándome al grupo, seguro del destino que me espera, cuando veo a alguien que se pone de pie y se proclama a si mismo, ¡Soy yo!, gritando su nombre a viva voz, y todos se detienen. En medio de los soldados, parece más alto que de costumbre, la túnica blanca de sal, las piernas delgadas de andar por piedras y caminos, las sandalias cubiertas de barro, los ojos limpios, las manos cansadas. La frente en alto y sin coronas, buscándome con la mirada, sabiendo que estoy allí, en algún lugar, oculto, hasta que me ve y se sonríe, seguro como siempre, perfecto como un sol, y sin dejar de mirarme, sin quitarme los ojos de encima, desenvaina su espada y de un golpe exacto y divino como él, corta la oreja del soldado que lo tenía sujeto. El grito del hombre se confunde con el mío, la sangre los baña ambos, Es la señal que tanto esperaba, el tomar las armas y luchar, dejar de ser corderos para ser hombres, entonces corro y me abalanzo hacia los soldados en un intento desesperado por detenerlos, por interponer mi cuerpo como escudo, pero no llego a tiempo. Once lanzas se me adelantan y lo atraviesan indefenso, con los brazos extendidas y las palmas abiertas, los ojos llenos de cielo, la sonrisa en el rostro, alcanzando la eternidad en un sordo vuelo ensangrentado.

Un segundo después, muere de pie, sostenido por el peso de su propio cuerpo contra el mío.

A su lado, Simón Pedro me mira y yo comprendo ahora, rendido ante la evidencia, que todo estaba previsto desde un principio. Recojo las treinta monedas del suelo, aplastado por el peso de mis lágrimas, y me acerco hasta él, tomo su cara entre mis manos y beso su mejilla en señal de respeto, y para cumplir además con un contrato que nunca debí aceptar…

En algún lugar del cielo, Padre e Hijo festejan y se dan la mano.

lunes, 23 de marzo de 2009

Lanzado, como piedra a las estrellas


..., y corríamos en el aire, casi volando, las flores de los cardos nos lastimaban los pies. Reíamos, cantábamos, gritábamos abrazados por el cuello, tomados de las manos, de la nariz, sostenidos por el grueso de un cabello. Libres, pero sin soltarnos nunca. Siempre unidos, juntos. Rodando por el pasto, entre las sábanas, debajo del agua. Ahogados por el llanto, Atados por las lenguas, las piernas enlazadas. Quemándonos la piel.
Diluyendo nuestras voces, en un precipitado de palabras.
Perdiendo las orejas.
Mordiéndonos los pies, los párpados…
Quitándonos las penas con caricias.
Mojando.
Besando.
Bebiéndonos con avidez el alma. Rascándonos espalda contra espalda, hasta gemir.
Hasta hacernos sangrar.
Hasta dolernos.
Hasta quedar carne sobre carne, vernos el blanco de los huesos.
Borrarnos los sueños, la memoria, quitar del corazón cualquier recuerdo.
Perdernos, hasta empezar de cero….
Hasta olvidar.

“Y yo, que no tenía previsto andar,
que nunca tuve senda
lejos de mi huella,
descubro que he sido arrojado al mar,
lanzado, como piedra a las estrellas.”

viernes, 13 de marzo de 2009

Una campana sin badajo


El Paraiso.
Adán bosteza, estira los brazos y se levanta. Busca en el piso el rastro de un pantalón que recuerda haber llevado puesto alguna vez. Indaga su cara en el espejo, se enjuaga los dientes y se acomoda como puede un remolino rubio, única evidencia de un pasado más rebelde.
Al caminar, el brillante sonido de las llaves que cuelgan de su cinto pone en alerta al resto de la familia; el perro para las orejas, los niños apuran el último sorbo de leche y el gato desaparece entre las ruedas del auto. A pocos metros del lugar, recio y orgulloso, el viejo portón reconoce los pasos del amo y endereza la espalda. Con dignidad, alinea los tornillos que sostienen su camisa de fino lapacho, noventa y seis en total, cada uno de ellos elegidos de un metal noble, para que la cercanía del mar no los oxide y todos de dos pulgadas y media, rosca fina y cabeza redonda, para atravesar de lado a lado las gruesas tablas y otorgarle una idea de solidez económica y moral, prolijamente cepillada y lustrada a mano.
Por eso hay que decirlo, reconocer que al verlo así, suspendido en el aire, abrazado a las columnas de ladrillo visto que soportan el cielo, el viejo portón separa lo que es propio de lo ajeno. Lo seguro de lo inhóspito.
Lo real de lo imaginario.

El hogar, de la calle.

Abajo, en el parque, un par de palomas recorren con tranquilidad el césped recién cortado.

Adán se acomoda el pelo y sube al auto.
Como es costumbre de todas las mañanas, luego de unos momentos de reflexión, el motor enciende y entre humos y carraspeos restaura en el garaje un microclima de confianza. Los niños tiran las mochilas al asiento trasero y el gato ahuyenta las palomas que vuelan asustadas un par de metros, no más lejos, huyendo de un peligro que saben irrisorio.
Eva también participa, limpia el parabrisas trasero echada sobre el baúl, con un balde de agua entre los pechos y las manos heladas y repletas de besos que distribuye equitativamente sobre el vidrio empañado. La ventanilla del conductor se cierra y Adán enciende la radio, ajusta el espejo retrovisor, pone reversa y conduce a la pequeña comitiva hacia el mundo exterior sin siquiera dejarle un beso de propina.
El auto es pequeño y blanco y permanece a la vista durante veinte metros, luego desaparece entre la niebla, el trabajo, el jardín de infantes, la casa de los abuelos….
Los helados, la plaza, el cine…
Los cumpleaños, la secundaria, los amigos…
Las cenas de noche buena…
Las montañas.
Los girasoles.
La lluvia.

Los cementerios.
La luna.

Parada en la vereda, Eva se enjuaga el rostro, se quita el barro de los zapatos, acaricia al perro negro que husmea una lata de atún vacía y entra a la casa, con cuidado de no ensuciar demasiado el piso limpio. Cierra el portón, se sienta junto a la ventana y observa las vincas variegattas crecer en el jardín.

Al frente de la casa, sobre la entrada principal, inútil y prolijamente amurado a la pared de rojos ladrillos vistos, un ángel de bronce sostiene inútilmente , como si de una flamígera espada se tratase, una oxidada campana sin badajo.

domingo, 1 de marzo de 2009

Desayuno en "Las Dalias"




La mujer se viste al pie de la cama, cálida y húmeda. Descuidada. Dejando tras de si un rastro de agua y vapor en el aire; la toalla en el piso, la camisa suelta, los lentes sobre la silla, el hombre, desnudo y dormido, con las rodillas unidas y las manos abiertas debajo de la almohada, esperando sentir el aroma del mate cocido y las tostadas, para abandonar el sueño y comenzar a despertar.

En la cocina, el conjunto de platos y vasos se esfuerza por asomar la nariz
afuera del agua grasienta y plomiza. Abrazadas a una tabla de cortar carne, naufragan pinceladas de dulce, gotas de miel, mentiras de queso. Transparentes girones de la piel de un salamin.
Un ejército de migas de pan.
La bufanda irregular de una naranja.

En el fondo, sumergidos en la oscuridad del la pileta, ahogados por viles y cobardes, yacen el resto del naufragio; un par de tenedores y el cuchillo de untar la mantequilla.
El desayuno concluye cuando el último participante haya llegado a la meta, ni un segundo antes. Mientras tanto, todo vale. Se puede concursar con café recién exudado del filtro, mate amargo a punto de evaporación, jugo de naranjas, redoxon o cal-c-vita, según se prefiera, agua mineral o coca cola. Infusiones del estilo te o hierbas aromáticas no son bien vistas, ya que se las considera
competencia desleal. El chocolate caliente, en cambio, obtiene de buen grado la colaboración de los más pequeños, aunque después lo dejen enfriar y le agreguen once cucharadas de azúcar.

Los fines de semana, especialmente a principios de mes, se puede encontrar en la mesa una pastafrola de membrillo, criollitas con queso blanco, sándwiches de papas fritas, pan queques con dulce de leche, y hasta en ocasiones memorables, el plato fuerte: pizza fría.

Afuera, a través del vidrio, el sol del patio parece más amigable. El gato duerme ovillado sobre el lomo del perro. El perro, generoso en pelambre y desproporcionado de orejas, esconde el hocico bajo las patas para ocultarlo del frío, y en el marco de la puerta, donde invariablemente todos se saludan antes de partir, la misma araña de todas las mañanas insiste en atrapar un pedazo del día, envolverlo en suave capullo y guardarlo presurosamente...por si al cabo nadie regresa.